La costa del municipio de Los Silos en el Noroeste de la isla de Tenerife es una de las más desconocidas por los turistas, visitantes y residentes en la isla.
Desde el casco viejo de Los Silos, con su adoquinada calle central, conducimos hacia Buena Vista del Norte y tomamos hacia la derecha en la primera señal que nos indica el camino hacia las piscinas de la localidad. Una vez llegados a la proximidad de la costa, a la altura del Puerto de los Silos, aparcamos el coche y empezamos nuestra travesía a pie bordeando la Playa de Sibora.
El paseo por las Siboras nos muestra a nuestra izquierda el esplendor del Océano Atlántico batiéndose sobre los callados de la playa y a la derecha los confines de las grandes explotaciones plataneras que caracterizan a esta localidad de indiscutible sabor y vocación agrícola.
Pero además, ya desde el principio de la playa, se divisa un pequeño casetón denominado “la casa del telégrafo”, y más allá, en plena Punta del Risco de Daute, la chimenea y las naves de lo que fuera el último ingenio azucarero de la isla, la fábrica refinadora de azúcar que entre 1889 y 1890 erigiera la manchesteriana sociedad mercantil de Lathbury & Company.
La historia de la Lathbury & Company es cuando menos curiosa, por lo que supone el último estertor del cultivo de caña de azúcar en la isla de Tenerife, cultivo que constituyó el eje de la prosperidad y de las exportaciones de la isla durante buena parte del S. XVI y que en el siglo XIX ocupaba una superficie marginal de los terrenos de cultivo isleños. Aún con todo, los ingleses constituyeron la “The Ycod & Daute Estate Company Limited” y plantaron las inmediaciones de la fábrica de caña de azúcar, hasta que superada la Gran Guerra, el plátano sustituyó de forma definitiva a la caña dulce.
Con todo, los restos de la fábrica conocida popularmente por “La Torre” y cuya maquinaria acabó trasladándose a Portugal, se dedica en la actualidad a almacenar plátanos. De la vieja instalación industrial sobresale la característica chimenea tronco-piramidal realizada en piedra molinera en sus dos tercios inferiores y en tosca amarilla en su tercio superior.
Tras la evocadora estampa de la vieja fábrica, seguimos caminando por esta costa de siempre presente maresía divisando los innumerables charcos de agua de mar conformados sobre las bajas de lava que se adentran en el océano, testigos mudos de lo que otrora fue toda una industrial local de extracción de la sal.
Charcos, cardones, y tarajales nos conducen hasta la Caleta de Interián, pueblo tranquilo, de casas pequeñas, que debe su nombre a la fantástica ensenada donde se asienta su playa presidida desde el S. SVII por la Iglesia de San Andrés, y que constituye el final de nuestra travesía.